11.2.09

El Legado Valdemar - 01

© 2009, Gerardo Horacio Porcayo

I
He de advertirlo desde el principio: no albergo esperanzas de que esto pueda ser leído con objetividad o siquiera alcance las manos de autoridades competentes, hombres de ciencia o periodistas honestos.
Lo escribo como último recurso, en la hora más desesperada de mi despertar, en este instante en que ningún otro camino parece optable, consciente de la paradoja que esto implica.
Y digo paradoja porque el lector enterado probablemente recuerde mi anterior informe sobre los extraordinarios hechos acaecidos en torno a la muerte del Señor Valdemar. Texto que yo proporcionara a la prensa para acallar una serie de rumores denigrantes y contraproducentes no sólo a la figura del finado Ernest Valdemar, sino, incluso, al prestigio de la comunidad científica de aquella ciudad de Nueva York donde residiera desde 1839 hasta su muerte.

El propósito de estas palabras, pues, no es aclarar pasados malentendidos; de hecho éstas se constituirán en arma de doble filo, pues si bien dan noticia fiel sobre los sucesos posteriores a su segundo y efectivo deceso, también agregan materia para la controversia y el nuevo rumoreo.
La muerte, he de afirmar, a riesgo de parecer demasiado filosófico, constituye una de las fronteras más contundentes, si no tangibles, que posee el hombre. Y fue esta línea divisoria, precisamente, la que más sufriera con mi anterior escrito. El cese de la existencia quedó en entredicho, en el momento mismo en que mis experimentaciones con el magnetismo me llevaron a hipnotizar al señor Valdemar in articulo mortis. y éste a sobrevivir, corpórea y hasta intelectualmente, siete meses después de certificado el cese de todas sus funciones vitales por los doctores F... y D... Circunstancias todas que propiciaron ese clima de murmuraciones extremas que no supe atender.
He de circunscribir, en este sentido, el fracaso de mi anterior informe: se limitaba a atender los puntos de interés acordes a mi especialidad pero dejaba de lado todos los concernientes a las preocupaciones del vulgo, localizadas en áreas cosmogónicas y poco vinculadas a las ciencias y fue desde esas mismas regiones, afines a lo supersticioso, que las miradas curiosas descubrieron el hecho llano: los restos del señor Valdemar no recibieron cristiana sepultura y su supervivencia intacta, como cadáver parlante, sugería un contacto efectivo con el más allá. Uno que mi informe parecía soslayar con meticulosa asiduidad.
Puedo asegurar, sin cometer el mínimo asomo de perjurio, que nada semejante acontenció, tal contacto fue en exceso limitado. Inmiscuido en sus propias problemáticas, atrapado en lo que podríamos llamar el umbral entre la vida y la muerte, el señor Valdemar poco atendía a mis preguntas de exploración analítica. Y, menos aún, agregaba comentario alguno sobre el más allá.
Resultaría pedante afirmar que en ningún momento hubiera surgido mi curiosidad hacia esas temáticas; su misma voz cavernosa, la tesitura gomosa de su tono sugería, a mis propias supersticiones, una procedencia allende lo material. Mi mente, como ya lo advertí, se centraba, en cambio, en análisis de orden demostrable, explicable mediante el método científico: a tales peculiaridades de su habla, por ende, atribuí como origen la misma decrepitud de la carne (detenida en el estrato previo al rigor mortis), el cese de tránsito de fluidos, la carencia de aire en los pulmones, todo ello daba como síntesis un distinto articulamiento fónico.
Por esta misma razón, urgí a los doctores F... y D... a realizar cuantas exploraciones y mediciones les sugiriera su profesionalismo. Los orienté, incluso, hacia mis propias hipótesis de lo que acontecía. Actitud científica que hoy repruebo, a la vista de las actuales evidencias.
Siete meses yació el señor Ernest Valdemar en la misma postura, en el mismo lecho, sin que sus miembros, su espalda, algún área anatómica sufriera los mínimos efectos deteriorantes observables en cualquier paciente de hospital incapacitado para la movilidad. Ningún hematoma, ninguna zona de aguzado tejido necrótico fue perceptible. Para todos los efectos, su cadáver, todo su ser parecía encapsulado en una cámara de hielo. Momificado en semivida.
El lapso de estudio pudo reducirse si nuestra investigación no fuera de orden furtivo. Cada uno de nosotros hubo de proseguir con las responsabilidades propias de su oficio y sólo nos turnábamos, en horarios discontinuos de escasa coincidencia, para visitarlo y continuar nuestros exámenes de aquel efecto magnético.
Una extraña camaradería surgía, entonces, entre los cuatro. Cuando la moral, la espiritualidad orillaban a alguno de nosotros a la idea de suspender de cuajo el experimento, los otros estaban allí con nuevos argumentos, promesas científicas de aplicabilidad al área de la salud que nos hacían de inmediato desistir.
Nada, por ende, parecía constituirse en efectiva censura. Nada, sugería sondeos en direcciones distintas a las que comentábamos en cada oportunidad que los horarios nos permitían concurrencia, consenso y debate.
Hoy, a tanta distancia, he vuelto a mi original informe, tratando de distinguir la razón que nos llevó a despertarlo. No aparece ahí, ni en mi memoria. Apenas si señalo, en mi anterior escrito, que el señor Valdemar jamás se quedó del todo solo: una pareja de enfermeros, hombre y mujer, contratada por los doctores F... y D..., se encargaba de vigilarlo de manera continua; registraba en una bitácora sus horas de llegada y salida y las lecturas isométricas de su estado. Isométricas porque, he de reiterarlo, el paciente no presentaba cambio alguno con el paso de días, semanas y hasta meses.
Jamás, en aquel momento, se me ocurrió pensar en una agenda secreta, paralela, como los diarios de Colón, el descubridor de nuestra América, llevada única y exclusivamente para los verdaderos patrones de los enfermeros.
Jamás sospeché, tampoco, que tal agenda secreta fuera compartida por el escaso círculo externo de médicos y magnetistas que invitáramos a presenciar el milagro del influjo hipnótico in articulo mortis. Nada tan descabellado pudo pasar por mi cabeza. Ese pequeño grupo de científicos representaba la crema y nata de la comunidad intelectual. Destacados por su mente abierta y su ansia de explorar nuevos horizontes, su profesionalismo parecía asegurar una plena confidencialidad y un continuo aporte retroalimentativo. Pero, tal vez, las mismas características positivas funcionaron de manera inversa en este caso.
Jamás, ni a mí, ni a Theodore L...I (el mismo estudiante de medicina que me asistiera durante la hipnosis definitiva al señor Valdemar), nos nació recelo alguno, por eso nos resultó imposible distinguir la fina red en que los mismos doctores F... y D... nos fueron envolviendo desde el principio hasta la provocada, sugerida interrupción del experimento.
A todos los efectos, en mi anterior informe, en mi memoria circunstancial, la decisión fue mía, aunque aprobada de forma grupal. Una que buscaba finalizar esa pausa abrupta al proceso biológico que yo iniciara.
He de recordarle al lector que fue un viernes, cuando, acompañado por mis tres colegas, empecé a realizar los pases acostumbrados para despertar al hipnotizado. Nuestras hipótesis sobre lo que podría suceder en ese instante, se habían multiplicado durante los no escasos debates. Secretamente, ya dudaba de cualquier posible efectividad y quizá esta actitud mental hizo difíciles, ineficaces mis primeros intentos. Ya he relatado, en mi anterior informe, que fue un movimiento ocular el primer indicio de una efectiva influencia. En cuanto se pusieron en marcha sus músculos, de abajo de los párpados, un fluido amarillento, pestilente, que hoy no puedo dejar de vincular con la pus, empezó a descender de manera profusa por sus pómulos.
A la puesta en práctica de la última propuesta del doctor F..., de interrogar al señor Valdemar sobre sus sentimientos o deseos, su voz, su horrenda voz volvió a sonar en todo el recinto con esas palabras que los diarios difundieran hasta el cansancio:
—¡Por Dios!... ¡rápido!... ¡rápido!... póngame a dormir... o, ¡rápido!... ¡despiérteme!... ¡rápido!... ¡Le digo que estoy muerto!
Todo intento de volver a hipnotizarlo, de estabilizarlo otra vez en un estrato único de deterioro, fracasó. Su voz, repitiendo una y otra vez una única palabra, tampoco ayudó a mi integridad:
—Muerto... Muerto... Muerto...
Sin cesar, sin que la agudeza de su significado dejara de impactar en mis ánimos; completé de manera casi automática los pases para despertarlo del todo. Y cualquiera de mis hipótesis o las de L...I, se vinieron abajo en esa acelerada secuencia que los diarios también se cansaron en difundir: la rápida, insólita sepsis de ese cuerpo que, en un minuto o menos, se pudriera hasta alcanzar ese estado coloidal, esa masa casi líquida que nos dejara a L...I y a mí paralizados.
Sólo a Theodore y a mí, he de recalcarlo. Nada parecía plausible. Ni la instantánea licuación del Señor Valdemar, ni la acompasada, vertiginosa labor de grupo que los doctores D... y F... junto a la pareja de enfermeros mostraran en aquel instante: de la nada, de algún rincón oculto, frascos de apariencia pulcra fueron traídos y alineados al borde de la cama. La pareja de enfermeros empezó, con espátulas, la tarea de recolectar cada muestra de lo que alguna vez fuera un hombre.
A mis preguntas, mis muestras de sorpresa sobre lo que ahí sucedía, el doctor F... se apresuró a dar una simple exégesis: los restos mortuorios debían permanecer lejanos de todo féretro. Resultaba preciso un extenso análisis sobre ellos. Uno que explicara el espectáculo de la carne en acelerada corrupción. Como miembros de la medicina y la ciencia forense, una oportunidad como esa no debía desperdiciarse. Estábamos en el umbral de un nuevo conocimiento y mis precauciones anulaban de entrada cualquier obstáculo.
He de recordarle al posible lector que ningún pariente, cercano o en segundo o tercer grado, tenía en América el finado. Había elegido precisamente a Ernest Valdemar por esa especial circunstancia. Una que fue de inmediato aprovechada por el equipo médico, en representación, ahora lo sé, del mismo grupo de intelectuales forenses a que originalmente perteneciera el fallecido. De todos era conocida la autoría del señor Valdemar de la Bibliotheca Forensica, pese al uso del seudónimo Issachar Marx.
Siete meses de debates, de constantes reportes les habían convencido de que los restos proporcionarían novedades inigualables a su disciplina. Siete meses de planeamiento desembocaron en frascos y, más tarde lo supe, en un féretro de cierre hermético que hábilmente ocultaran de nuestra vista. Artículos todos preparados de acuerdo a las diferentes hipótesis ensayadas por ellos.
El suyo fue un desempeño exitoso, profesional desde cualquier arista porque, para evitar preguntas, ofrecieron un empleo como ayudante a L...I y un puesto, dentro de su particular círculo de investigaciones, a mí.
Mientras tales argumentaciones tejía el doctor F..., los enfermeros, supervisados por el doctor D..., se dedicaron a transportar los frascos al carruaje que ya esperaba a la puerta, con una seguridad de coreografía practicada.
Lo último en abandonar aquel recinto fue el ataúd. Uno de diseño tradicional cuyas características particulares más tarde analizaría a detalle.
Mi respuesta en aquel momento, ahora puedo verlo, fue en exceso pasiva. Es cierto que mi experimento avanzó más allá de mis expectativas pero, también, igual de cierto resultaba otro hecho: acababan de despojarme del control de él.
Todavía, al subir al carruaje, el Doctor F... aseguró que pronto tendríamos noticias suyas. Y, sin más, lo vimos alejarse, perderse en la noche con su insólita carga de corrupción sellada en cristal. Con esos, los últimos restos de mi amigo Ernest Valdemar.

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