21.11.10

Cleopatra

©1896, Bernardo Couto Castillo |
Para Vicente Acosta

Ella ignoraba el porqué y si era su verdadero nombre, pero desde niña la llamaron Cleopatra.
    Sus ojos se abrían grandes, se clavaban fieramente y dominaban con la serenidad de su grandeza, parecida a la de un mar tranquilo. Sus cabellos abundantes y negros como el dolor humano, se levantaban erguidos, pesados, cubriéndola de gigantesco casco de obsidiana. Su nariz romana, sensual, aspiraba largamente todo perfume, lo aspiraba largamente hasta hacerlo pasar, confundirse con su respiración, hasta esparcirlo en el interior de su cuerpo y estremecer sus nervios con la fuerza del aroma. Sus labios tenían el pliegue tiránico, pero por un beso suyo, por sentir y beber su humedad, voluptuosamente se soportaría el dolor causado por la herida de sus fuertes dientes de mármol. Sus senos se avanzaban, proas marfiladas de imperiales galeras. Las líneas, ligeramente curvas de su talle, se iban cerrando al descender como los pétalos de un lirio. Sus piernas, largas, musculosas, parecían hechas para huir; sus brazos fuertes, contrastaban con lo delicado de su mano, con lo delicado de su mano contrastaban sus brazos fuertes, porque si los unos acariciaban y atraían, los otros se juntaban y envolvían encadenándolo.
    Su cuerpo jamás pudo soportar los estrechamientos de los trajes modernos; dentro de ellos se ahogaba; sus soberanas formas sólo eran dignas de ser tocadas por las brisas y por las aguas. Suspirando se resignaba a vestir de sedas muy finas sin permitir que oprimieran nunca sus miembros.
    Sentía irresistibles deseos de algo que no podía definir y que a su alrededor no encontraba. En las tardes de agosto, en los crepúsculos de fuego interrogaba las nubes; eran cortejos bronceados, batallones de llamaradas que brotaban de tonos azules, tropeles de soles que avanzaban fundiéndose, combate de matices sombríos; entonces se sentía atraída, hubiera querido subir, luchar con los peñascos etéreos, desvanecerlos, penetrar en el fuego de los horizontes y sentir el saetazo del postrer rayo del Sol. Las noches tempestuosas hacían que sus pasos se abrieran, como queriendo beber la atmósfera cargada; y en la negrura del cielo rasgadas por el cruzar del relámpago, creía ver el entierro de los matices luchadores a la hora del crepúsculo.
    Todo cuanto le rodeaba le parecía pequeño y mezquino. Su placer era ir y ver fieras, desafiar su mirada, tocar sus músculos.
    Tuvo Cleopatra muchos amantes y todos murieron. Parecía que su boca y su nariz bebían, aspiraban el aliento de sus elegidos; los que por sus soberanos brazos hubieran pasado aquellos a quienes su mirada esclavizara, a los que conocieran la delicia de sus caricias, ¿qué les podía quedar sino el descanso de la tumba?
    Un día su capricho fue domar fieras y desde entonces no vivió sino en su compañía...
    Por las ventanas rayos del Sol moribundo. Sobre los mosaicos del piso las fieras iban y venían rugiendo sordamente como a la proximidad de un peligro.
    Cleopatra, completamente desnuda, las mira a todas, las provoca, siente rozando su piel las crines erizadas de los leones, las seda áspera de los tigres; lucha con ellas y cuando se siente débil, su mirada dilatándose hace caer las patas de la fiera pronta a saltar.
    Luego, sentada sobre un escabel hace que las bestias combatan entre sí, las exita, sonríe cuando se muerden, cuando se arrancan caarnes y en la sangre que corre va y baña el alabastro de sus pies perfectos.
    Cuando casi todas las fieras estuvieron muertas o heridas, en medio de la pieza quedó un león, aspirando el humeante olor a sangre y mirando con desdén su obra. Era el único que no estaba herido.
    Cleopatra fue a él, le tomó la crin, le hizo daño y la lucha comenzó.
    Los cabellos abundantes y negros como el dolor humano caían sobre los negros hombros, los senos se agitaban con violencia, la carne se estremecía... la bestia dio un zarpazo, hirió el vientre que se tiño de rojo y abalanzándose partió la piel desde los hombros, cubrió de púrpura el cuerpo, desafió la indomable mirada.
    Cleopatra cayó a tierra. La blancura de su cuerpo, lo divino de su cuerpo, lo rojo de la sangre de sus heridas, se confundió con las crines, con las patas, con la altanera cabeza del león que hería, hería haciendo destacarse la blancura de la piel sobre el rojo estanque que brotaba caliente de donde él pasaba las uñas.
    El león bebió la sangre. Cleopatra se agitó, se incorporó, en lazó en sus brazos el cuello de la bestia, la atrajo a sus senos desgarrados y murió estrechando más y más la cabeza del león homicida.

25.6.10

Sábato y sus consejos a jóvenes escritores

Incluido en el volumen Abaddón el exterminador, segunda novela de gran aliento, el capítulo Querido y remoto muchacho da cuenta de consejos sinceros de parte del maestro Ernesto Sábato, a los jóvenes aspirantes a escritores. Aquí, gracias a youtube y a algunos fanáticos, está una grabación de la lectura

24.4.10

Miss Alicia

©Conde Villiers de L'isle Adam (1840-1889)
©1900, Bernardo Couto Castillo por la traducción

Miss Alicia no tiene veinte años apenas. Sus movimientos son de una lenta y deliciosa armonía, su cuerpo ofrece un conjunto de líneas para sorprender a los más grandes estatuarios. Una caliente palidez de tuberosa reviste sus plenitudes. Es en verdad el esplendor de la Venus Victrix humanizada. Sus pesados cabellos morenos tienen el esplendor de una noche del sur. Con frecuencia, al salir del baño, camina sobre esta resplandeciente cabellera a la que ni el agua puede desondular y arroja, ante ella, de un hombro a otro, esas tinieblas lujuriosas como si fuesen el lienzo de un manto. Su rostro es el óvalo más seductor; su cruel boca florece como un sangriento clavel que se abre ebrio de rocío. Húmedas luces juegan y se apoyan en sus labios, cuando los hoyuelos rientes descubren, avivándolos, sus cándidos dientes de animal joven; por una sombra que pase, sus pestañas se estremecen; el lóbulo de sus encantadoras orejas es frío como una rosa de abril; la nariz exquisita y recta, de transparentes fosas, continúa el perfil de la frente. Las manos son más bien paganas que aristocráticas: los pies tienen esa misma elegancia de los mármoles griegos. Este cuerpo esta iluminaado por dos orgullosos ojos negros reflejos que miran habitualmente a través de sus pestañas.
    Un tibio perfume emana del seno de esta flor humana que embalsama y su olor quema, embriaga y encanta. El timbre de la voz de Miss Alicia es tan penetrante, las notas de sus cantos tienen inflexiones tan vibrantes y tan profundas, que, sea que recite un pasaje trágico o algunos nobles versos, o sea que cante una magnífica aria, quedo sorprendido al estremecerme lleno de admiración que es de un órden desconocido.

6.3.10

La Gente del Pozo

©1918,  Abraham Merrit |
©2010, Ana Delia Carrillo, por la traducción |


Al norte de nosotros un haz de luz, a medio camino del cenit. Venía de atras de los cinco riscos. El rayo guió nuestra atención a una columna de niebla azul cuyos bordes quedaban marcados tan filosamente como la lluvia que fluye desde la frontera de una nube de truenos. Era como el destello de una luz de búsqueda a través de una niebla azur. Y no producía ninguna sombra.
    Conforme golpeaba en su ascenso convocaba los trazos duros y negros y vi que la entera montaña tenía la forma de una mano. Mientras la luz la silueteaba, los gigantescos dedos se extendieron, la mano parecía propulsarse a sí misma hacia adelante. Era exactamente como si se impulsara para repeler algo. El rayo resplandeciente se mantuvo quieto durante un momento; luego rompió en miriadas de pequeñas esferas que nadaron adelante y atrás y descendieron con gentileza. Parecían a la búsqueda.

12.7.09

Índice V-1.0.1

El Holocausto Pasivo

  • La lluvia de Fuego. Evocación de un descarnado de Gomorra de Leopoldo Lugones. Un cuento pionero de lo fantástico en latinoamérica, escrito en 1906 y que aparece aquí como simple homenaje a este adelantado autor.
  • Borges en la Ciencia Ficción de Gerardo Horacio Porcayo. Ensayo académico que explora en las influencias que Borges tuvo de la CF y en las operaciones de ocultamiento que este autor argentino utilizaba para emplear sus métodos.
  • Borges en el Infierno de Gerardo Horacio Porcayo. Cuento-homenaje a Borges, construído a partir de diez minificciones enlazadas que muestran una postura crítica frente a éste último género.
  • Borges, la CF y sus escritos de Gerardo Horacio Porcayo. Artículo donde Porcayo vuelve, en una perspectiva menos académica, a revisar la relación de Borges con la CF, a partir de sus escritos.
Noveleta en homenaje a Edgar Allan Poe y su cuento Los Hechos En El Caso Del Señor Valdemar. Una posible continuación de esa entrañable historia desde la pluma de Gerardo Horacio Porcayo.
De alguna manera, ahora que Farmer ha partido; también es preciso reconocer que sin el ejemplo de Farmer, esta noveleta no se hubiera escrito. Va también para él.


El Legado Valdemar. Capítulo I. de Gerardo Horacio Porcayo
El Legado Valdemar. Capítulo II. de Gerardo Horacio Porcayo
El Legado Valdemar. Capítulo III. de Gerardo Horacio Porcayo