15.6.09

Borges en el Infierno

©2008, Gerardo Horacio Porcayo |

1
Nada correspondía a las descripciones de Dante o Milton pero su esencia era innegable.

—¿Por qué se me condena? —preguntó Borges, cargado de cadenas, frente al Oscuro Trono.

La cornada, evanescente figura; cabizbaja, sin triunfalismos, al fin concedió:


—Por ser el engendrador de la pereza narrativa. Por tu aberrante fábrica de ensayos sobre novelas inexistentes. Por no escribirlas. Por contribuir, en pocas palabras, al nacimiento de esa nueva especie literaria. Por ser el padre virtual del minicuento.

2
Y cuando despertó, Augusto Monterroso serguía ahí, a su lado, retorciéndose.

—Fallé en imaginar la eternidad, también algunos de sus tormentos —comentó Borges.

—Lo mismo puede decirse de mí: fallé en fabular literatura y sociedad —contestó, gimiente—. Mírame ahora, reducido a perfeccionar las tareas de Onan, a través de esta pluma, esta máquina de escribir.

—¿Cual fue tu pecado?

—Volverme ícono de los minicuentos. O en Sus palabras: promover la narrativa de eyaculación precoz. Por eso este tormento.

3
—Ya me decía yo que no podías faltar en este infierno —dijo Borges, encadenado a una biblioteca viva de sus más odiadas ficciones, mientras recitaban sus más abominados pasajes—. Hubiera sido injusto no considerar tus poemínimos como minicuentos.

Efraín sonrió y una coreografía de diablesas se distendió a su alrededor en un despliegue lúbrico, festivo, adorante hacia Huerta.

—No te equivoques —respondió el poeta—, fui condenado por el de arriba. El amo de este lugar me ha dado una baronía en premio por pervertir la poesía.

4
—Sigo sin entender por qué eres parte de mi castigo —dijo Borges a Efraín Huerta.

—No hay ningún secreto. Al menos no aquí. Los peores castigos son para los literatos espurios por una simple razón: la narrativa lo es todo para el amo de este fuero. Por eso, también, la Biblia es en verso. Dios no lo condenó por pretender usurpar su lugar. Lo condenó por fabricar un universo distinto, en la primera novela que escribiera.

5
Siempre supo que serían sus únicos paraísos. Esos, los perdidos.

Lo terrible no era ese conocimiento. Era mirar, en esos eones que constituían cada día, repetidas una y otra vez en las paredes, las historias de su matrimonial vida, como si fueran proyecciones de cinematógrafo.

Tras una suma de horas computable en la categoría de lo infinito, Borges al fin gritó:

—No puedo soportarlo más. Lo peor es que parecen minicuentos.

—Ya que lo has comprendido, es hora de pasar a otro tormento —respondió su carcelero.

6
—Mis hexámetros me trajeron a este reducto. Hasta que llegaste tú, vivía otro tipo de tormento —dijo el poeta ciego, despatarrado, desnudo, con los miembros rotos.

Al otro lado de un charco de aguas barrosas, Borges, en similar estado, con la garganta hecha un desierto, respondió con voz apenas audible:

—Es mi culpa. Yo imaginé este encuentro.

—Entonces tú eres mi heredero. El amo de estos dominios me condenó por eso, hace tiempo. Aseguró que sólo la palabra de mi seguidor me daría la baronía a la que aspiro. Me haría merecedor de mi premio por iniciar lo que algún vez sería el género novelístico. ¿Qué nombre me diste en esa ficción?

—Argos...

—No en balde esta vida de perro —dijo Homero y con cada palabra, fue desapareciendo.

7
Su más temido infierno se concretaba en esa cámara de azogues. Su figura multiplicada, la felicidad destellando en cada superficie reverberante.

Mil copias de Borges en una fábrica contínua, desbocada de novelas de variopinto género. Cada una susurrando, a la usanza de los poco educados, cada palabra escrita, sin descanso, sin término, sin fallar en recordarle cada uno de los argumentos por él desechados, por él dejados a un lado en arrebatos de puritanismo literario.

8
—Postular tu entidad me ha traido a la par la gloria y el infierno —le dijo Borges al tomo, mientras estiraba sus engarrotados dedos.

Hacía eones que sustituyera su caligrafía estrecha y minúscula por una de amplios y sueltos caracteres. Hacía el mismo tiempo que suspendiera sus intentos de relectura, su exigencia de continuidad tras la prueba de que, tal como en su ficción, las hojas se extraviaban en el infinito volumen, una vez pasadas.

Se tronó los dedos y esperó resignado el latigazo de su carcelero. A cambio escuchó su voz:

—Tiene visita desde el Pandemonium.

—Felicidades por su novela número cien, maestro —dijo Cortázar, sonriente, vestido de gala, cargado de joyas y medallas al mérito—. Y he de agregar, todas son perfectas Rayuelas.

9
—De Rayuela y tus otras novelas, lo entiendo —argumentó Borges, tratando de extender ese lapso sin recriminaciones y torturas—. Pero, ¿cómo has hecho pasar tus Cronópios y Famas? ¿Cómo, para lucir este extremo de gala?

—Y qué sé yo. Dejále eso a él. Mi teoría es que se ha reído un buen rato.

—¿Acaso debería, entonces, intentar ahora el humor?

—Ché, vos me publicaste el primer cuento, pero no me diste cátedra. Lo más que digo es que vos deberías disfrutar esto. Tenés la eternidad y suficientes páginas para pasártela monstruo... Mejor cebemos mate.

Tan pronto salió Cortázar, en el látigo de su carcelero, Borges descubrió el nuevo argumento. Y siguió escribiendo.

10
—Imagino que también eres parte de mi castigo —dijo Borges a Ítalo Calvino—. Tus galas anuncian algo más que una ducanía.

—Quizá algo menos, maese. He sido condenado a extender el infierno.

—Un castigo en verdad creativo. Un agregado para torturar mi consciencia.

—No es esa la razón de mi visita. El amo de estos dominios ha reconsiderado tu condena.

Los carceleros liberaron a Borges del volumen de arena, de sus grilletes y cadenas.

—Compartirás mi destino. Mi tarea es describir las invisibles ciudades del infierno, para dilatar su fuero.

—Y la mía, ¿acaso sea contar a detalle los pormenores de Tlön y Orbis Tertius?

—Tu lo has dicho... De nuestro resultado depende la calidad de nuestro premio.

Y cabalgaron juntos hacia oriente, hacia la senda de bifurcados senderos.

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