26.2.09

El Legado Valdemar - 03

© 2009, Gerardo Horacio Porcayo
III
Para alguien que sufriera jaquecas terribles durante un largo periodo, para alguien que en un tiempo usara y hasta abusara del láudano como único solaz posible antes de conocer la ciencia magnética, aquel lugar, de entre todos los que visitara, aparecía ante mis ojos como el más vil y degenerado. Tómese una casa de citas del puerto, una hospedería de baja estofa, un bar de mala muerte, súmese y tendrá una idea apenas aproximada de lo que percibí apenas pisado el vestíbulo.

Seres devastados, entre mujeres de escasa y luída vestimenta, entre mesas desportilladas y sillas desvencijadas. Y, más adentro, camastros piojosos con hombres delirando a la luz de escasas lámparas de aceite, quizá hasta de semen de ballena. El aroma era vomitivo y, aún así, era posible distinguir el tenue picor del opio. Del humo de opio, he de agregar.
Nadie, además, parecía supervisar el flujo de clientes. Ningún camarero, ningún sirviente se me acercó mientras deambulé en busca de Theodore L...I. Casi había aceptado mi fracaso cuando descubrí la escalera al sótano. Mientras descendía, traté de recordar la fecha de aquel recorte que el estudiante atesorara; sin éxito. El grado de deterioro de aquel ambiente subterráneo sugería años desde la nota que reseñaba su inauguración: paredes escarapeladas, mohosas, camas rotas, utensilios oxidados, más lámparas de grasa animal; olores a mugre añeja, a sudores, a sexo.
En el rincón más profundo, di al fin con Theodore. Yacía desnudo, en un estado de profundo delirio, al lado de una mujer de carnes exiguas que apenas conseguían disimular el contorno de sus huesos. En su cara aún eran visibles restos, vestigios de una increíble belleza. En ese instante todo quedó claro: Theodore la añoraba a ella, no al local en sí. Muy probablemente asistiera al estreno de ese sitio y sus fantasías se arraigaran a aquella fémina en su época de esplendor. Ahora, ante los recientes eventos, desesperado, el láudano fue su motivante y ella, un complemento circunstancial. Uno que, quizá, en un estado menos alterado, le hubiese resultado repulsivo.
—Theodore —le dije, sacudiéndolo por el hombro. La mujer levantó sus enormes párpados de sombras oscuras y corridas. Su cabello era un amasijo amarillo y muy poco aseado que se erizaba en todas direcciones—. Theodore...
—No quiere que lo molesten —advirtió ella, con un bostezo, estirando su cuerpo apenas cubierto por lencería gastada y medias rotas— y pagó, también por eso.
Ignoré a la mujer y continué mis esfuerzos por regresarlo a sus cabales. Ella se incorporó. Durante cosa de medio minuto trató de acallarme, en voz baja. Insistía en alejar mis manos, en mantenerme apartado; finalmente, ante la inutilidad de sus afanes, dio media vuelta y con alaridos empezó a llamar al administrador.
No me queda la menor duda, fueron esos gritos los que consiguieron el milagro. Theodore buscó a ciegas, con las manos, el cuerpo de su compañera; abrió los ojos y se encontró con mi rostro. Su semblante mostró no sólo desencanto, sino una gran contrariedad en cuanto logró identificarme.
—Ha vuelto para seguir atormentándome, ¿no es así? Ya no le basta con meterse en mis sueños... ¿Ahora qué quiere que hagamos? ¿Qué nueva labor abyecta tiene preparada para mí? ¿Y donde están sus queridos colegas, dónde esos estúpidos matasanos?
—No estás bien, Theodore...
—¡Ah, al fin se percata!... ¡Claro que no estoy bien! ¡Nada bien!, por eso estoy aquí.
—Un hospital quizá...
—Serviría para sacarme de enmedio... Para nada más.
Sus frases eran en exceso coherentes. En nada se asemejaban al cuadro que mi mente construyera.
—Nos preocupas.
—¿A usted y a los doctores...?
—No, a mí y a tu casera.
—¡A usted sólo le preocupa su prestigio! A los doctores ni eso... Si no hubiera ido al diario, usted seguiría tan ausente como la semana pasada —en ese instante me alcanzó el rumor de pasos apresurados, de numerosos pies en las escaleras.
—¿Qué les dijiste? —urgí. La mujer me había advertido de los servicios contratados por L...I, ya no me quedaba más tiempo para la diplomacia— A los de prensa, ¿qué les dijiste?.
—La verdad, sólo la pura verdad. Me cansé de interceder por ustedes, de justificarlos... No he mentido, sólo les conté la verdad, sin atenuantes ni explicaciones. Sólo la verdad.
En ese instante una mano enorme me tomó por el cuello y me arrojó hacia un costado. Caí de bruces, golpeándome la cabeza contra una mesita llena de implementos para el uso del láudano. Apenas había conseguido sostenerme sobre los codos, cuando la misma mano me aferró de la espalda del saco. Fui transportado en vilo, como un chiquillo latoso por su padre, y arrojado contra el primer peldaño de la escalera. Mis manos se despellejaron contra el filo de madera, tratando de proteger mi rostro. Giré, para continuar mi defensa, para ofrecer componendas. Apenas si logré distinguir el borrón de una suela.
Y no supe más de mí. No, hasta el siguiente día.

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