19.2.09

El Legado Valdemar - 02

© 2009, Gerardo Horacio Porcayo

II
Durante la escritura de las anteriores páginas, al fin, he podido visualizar algo evidente: si mi primer informe resultó frágil e insuficiente, este lo sería más en su corta amplitud, por el enorme cúmulo de sucesos a reseñar.
No debe sorprender, pues, al lector, el posible cambio en el tono en mis palabras. Esto terminará siendo más que un informe o una crónica, la suma de ambos géneros. Una suerte de mixtura que algunos podrían confundir con simple narrativa y, por ende, con hechos ficticios.
Lo que seguiré relatando, quiero reiterar, es el compendio más objetivo que puedo lograr, sobre los eventos que mis esfuerzos como magnetista desencadenaron.

Experimentar con cuerpos humanos, con hombres, no es una labor simple. No importa cuánto nos repitamos que todo es a favor de la ciencia y, en consecuencia, a favor del género humano. Queda un resquemor, una zona de inquietud, de sozobra que parece apoderarse para siempre de nuestras anatomías.
Una semana entera sufrí los embates inmitigables de aquella última escena. Cerrar los ojos suponía volver a mirar aquel recinto, esa zona donde la muerte concentrara sus ataques en un solo y definitivo golpe que derritiera, licuara por completo el cuerpo de Ernest Valdemar, como si fuese de cera.
Poco dormía y los efectos de ese artificial insomnio hicieron de inmediato mella en mi desempeño. Ocho días después, me descubrí con un permiso indefinido para recuperar mi salud, uno que, he de precisarlo, más sonaba a despido. Algo, dentro de mí, parecía satisfacerse con tal noticia. Un premio, un ajuste de cuentas del destino. Un castigo por mis actos criminales.
Estaba en cama, justo cuando tal pensamiento cruzara por mi mente y, en ese especial encadenamiento de ideas, descubrí al fin la sensación que me invadía, el mismo origen de mi mal.
Cierto, acudí a Ernest Valdemar en el momento previo a su muerte y con su expreso consentimiento. Mis actos no precipitaron tal evento, de hecho lo pospusieron. Pero esa escena de vertiginosa putrefacción había transformado sensiblemente los hechos llanos en mi consciencia, adjudicando a mis pases, a mi desempeño todo, el movimiento de un puñal, de un arma de fuego. O, para decirlo de una manera más clara, una parte de mí, se culpaba por su deceso. El sólo comprender ese detalle, hizo que todo cambiara y antes de darme cuenta, me quedé dormido.
Doce, quince horas después abrí los ojos, reestablecido, reconfortado por ese largo y necesario reposo y dediqué el fin de semana a reflexionar sobre los procesos mentales.
Resultan en exceso inocentes quienes ponen en duda la validez de la ciencia magnética o mesmérica; en el mundo, en los hechos diarios, el magnetismo es una fuerza natural cuyos procedimientos apenas estamos conociendo. El licuamiento de Ernest Valdemar había actuado como un pase sugestivo a mi mente. Un contra-pase personal era preciso para salir de tal influencia de efectos dañinos; uno que conseguiera dar, de manera accidental e imprevista, en la hora de mi mayor autoconmiseración.
Reflexioné sobre las anécdotas criminales, las confesiones de asesinos, las crónicas de nuestros soldados. Existe siempre en ellos un umbral, podríamos llamarlo, de lucha contra el influjo o magnetismo de la sociedad. Robar la primera mercancia, matar a la primera víctima, disparar sobre el primer enemigo constituyen el paso más difícil. Quien comete tales actos ha de lidiar con su memoria, con su culpabilidad, hasta encontrar el pase personal que lo libere del magnetismo social y/o moral. En este sentido, el soldado es quien tiene que realizar a mayor velocidad tales operaciones. Y digo tiene, porque en verdad se ve compelido a ello. La suya es una actividad en el límite: ha de matar, o ser matado. Y el frenesí de la supervivencia suele entenderse como el ardor de la batalla o, en su caso, la alegría del triunfo
Pero estoy alejándome del tema que en verdad me preocupa abordar. Las anteriores reflexiones, incluidas en algo así como cincuenta páginas más detalladas de un tratado que intitulé “De las fuerzas magnéticas en la vida cotidiana”, debieran seguir en mi casa de NY. Considero este escrito, para todo fin práctico, como mi testamento y doy autorización plena para su publicación, si es que aún pueden localizarse, si es que el producto de aquel fin de semana no ha sucumbido a esa serie de conspiraciones que estoy a punto de relatar.
Sábado y domingo, pues, los dediqué a la escritura de tal documento. El lunes desperté con la satisfacción de haber logrado un avance importante en mi ciencia. Releía mi manuscrito cuando llamaron a la puerta. El hombre me era del todo desconocido, pelirrojo y lleno de pecas, ni siquiera me dejó emplear mis fórmulas de cortesía, sin más, puso frente a mis ojos el titular de un diario. Y luego otro y hasta un tercero.
—El doctor F... le agradecería su inmediata visita —dijo, al fin, con el tono de la servidumbre acongojada por sus deficientes desempeños, y agregó:—, si gusta acompañarme, creo que sería lo mejor. Lo busqué en su trabajo y el viaje hasta aquí ha hecho que perdamos un tiempo precioso.
—En un momento —respondí, mostrando mi ropa de dormir. Me llevé los diarios a la cama y los fui revisando, apenas por encima, mientras me vestía. A cada salto de párrafo, a cada descubrimiento, la angustia del pelirrojo se me esclarecía aún más.
El caso del señor Valdemar ya era del dominio público gracias a las indiscreciones de Theodore L..I, de aquel estudiante de medicina que me asistiera y a quien, debido a mis propias congojas, no había tratado de contactar a lo largo de más de una semana. El tono de las notas era escandaloso en exceso e incluía declaraciones de vecinos que miraran el transporte del féretro al carruaje, además de una rápida investigación sobre su inexistente tumba.
Confieso que si tales noticias me hubieran alcanzado tan sólo tres días antes, el tono de mi primer informe hubiera sido por completo distinto. En ese instante, lo único que sentía era una profunda indignación por la imagen que de nosotros se vertía a lo largo de aquellos periódicos. Criminales, asesinos, asaltatumbas, todo, menos científicos.
En el carruaje, a un costado de W..., el sirviente pelirrojo, iba ya pensando en el tono que debería imprimir a mi informe y en la mejor estrategia para darlo a conocer. Tareas todas que, estaba seguro, los doctores F... y D... apoyarían como si ellos mismos las hubieran ideado. Todas mis prospectivas, sin embargo, demostrarían ser insuficientes.
El doctor F... esperaba hosco, impaciente en un pequeño cuarto que le servía de estudio. Un solo librero atestado de volúmenes viejos, desgastados cubría la pared oeste; el resto de los muros estaba lleno con diagramas anatómicos de cada centímetro del cuerpo masculino. Uno en particular atrajo mi interés, un conjunto de sobreimposiciones de papel, ubicado sobre la única ventana, cubriéndola en su totalidad y consiguiendo con ello transparencia: los distintos pliegos permitían una mirada completa al sistema humano, pero, sobre ello, un estrato más tenue, de trazos informes, líquidos hacía más tétrico el conjunto y conseguía llenar de sombras insólitas el recinto con las luces que apenas dejaba filtrar.
—Por lo visto, usted no se da cuenta de la magnitud de nuestro problema —masculló el doctor F... desde su escritorio, atalayado tras volúmenes abiertos de apariencia nueva—. Hace más de cuatro horas la noticia circula por esta ciudad. ¿Necesita un citatorio de la policía o acusaciones formales de la comunidad médica para empezar a actuar?
Le expliqué, entre inesperados tartamudeos, el tenor del informe que ya había planeado. Apenas si movió una ceja, antes de levantarse y descolgar su abrigo.
—Eso no será suficiente, pero adelante, inténtelo... —aceptó la asistencia de su ayudante para arreglar su cuello y corbata. Ya en la puerta, agregó— Hubiera bastado con supervisar al cobarde de su ayudante o con no tenerlo. Es imposible confiar en la juventud... ya debería saberlo. W... se quedará a su servicio, le ayudará con las copias y la distribución a todos los diarios. Si se apresura lo suficiente, tal vez podrá aparecer en la edición de mañana. No se moleste en esperarme, a mí me aguarda una labor muchísimo más ardua que la suya. A mí y a D...
Gasté el resto de la mañana en escribir mi primer informe, ese que prácticamente diera vuelta a todo el mundo. Me llevó toda la tarde preparar, aún con la ayuda de W..., las copias suficientes. Cuanto más se acercaba el ocaso, la habitación parecía inundarse más y más en una suerte de légamo amarillento, uno que amenazaba con asfixiarme. Me encaminé hacia ese diagrama que hacía las veces de cortina y, a punto de arrancarlo, se me hizo evidente su significado de múltiples capas: aquello pretendía reproducir, poner en contexto las distintas partes anatómicas de Valdemar, tras su abrupta corrupción.
Imaginé la empresa de F... y D..., su diálogo forense con aquellos restos putrefactos. Imaginé más, a Theodore L...I, asistiéndolos en su labor. Ganando miedo.
He de confesar que a partir de ese instante mi velocidad de transcripción quedó reducida a más de la mitad y W... hubo de esperarme casi media hora a que acabara mi última copia.
Nos despedimos en la calle. En W... recaería toda la labor de visita a los diarios. Por mi parte, me encaminé hacia la pensión de L...I. En ese instante ya dudaba de la efectividad de mi informe. No alcanzaba a delimitar el alcance de los relatos de L...I, ni el tenor de estos. En ese sentido, las palabras de F... parecían adquirir mayor profundidad. Algo había visto ese muchacho en los procedimientos de aquella pareja de doctores, algo que superaba los sistemas médicos tradicionales. Si bien, durante la vigilancia al cuerpo de Valdemar, tuvo instantes de flaqueza, jamás ninguno de ellos se acercó siquiera a la cobardía.
Durante calles y más calles deambulé con esas ideas derivando en la cabeza, de manera que, a mí mismo, me sorprendió descubrirme frente a la dirección exacta.
Llamé a la puerta, de forma insistente. La pensionista, luego de un prolongado periodo que casi me convenciera del vacío de aquella casa, abrió con modales bruscos y la mirada indignada. No esperé el inicio de sus quejas, le expliqué de inmediato la naturaleza de mi visita y relación con L...I.
Su cara, al fin, fue relajándose o, más bien, cambiando del enojo a la preocupación. Con palabras maternales me relató una semana de sinsabores. Theo, como lo llamaba ella, recorría la casa por la noche, en un sonambulismo extremo que terminaba siempre con gritos, justo bajo la escalera, tras abrir un baúl de vieja madera. L...I, al parecer despertaba siempre en ese instante, pero una parte de su mente no conseguía salir de tan funesta pesadilla. La pensionista, invariablemente acudía a su lado, lo conducía a su cuarto, lo arropaba y acompañaba hasta la madrugada., hasta ese instante en que la luz le daba la paz suficiente para descansar apenas una hora antes de asistir a sus clases.
De acuerdo a sus declaraciones, ese despertar ocurría al filo de las tres de la madrugada y era ese el único momento en que se veían, ahora que él tenía trabajo, exceptuando el sábado por la noche cuando pagara no sólo el mes de retraso por su hospedaje, sino, incluso, el que estaba en curso. La escena sonámbula se repitió con exactitud y desde esa mañana del domingo, tras dejarlo en su lecho, no lo había visto más.
Ante mi insistencia, la mujer me mostró el cuarto de L..I y pude quedarme, luego de unos minutos, un rato a solas mientras ella atendía la puerta. Entendí en ese momento que su enojo era producto de la falta de sueño. Entendí más, tras revisar los pocos papeles que el muchacho dejara sobre la mesa de noche; un recorte de periódico señalaba su paradero: se trataba de la crónica de la apertura de un nuevo local para degustar láudano. La dirección estaba subrayada, encerrada en círculos, como si cada noche la mirara, procurara aprenderla y soñara con el instante en que la mítica efectividad de ese licor calmara su angustia.
En vano busqué su diario, algún cuaderno que resguardara sus memorias. Sin embargo, tenía lo suficiente para continuar una búsqueda que, a cada instante, parecía más indispensable.
Me despedí de la pensionista en la sala, quien atendía a un nuevo y probable huésped, asegurándole mi compromiso de encontrar a Theo y ayudarlo con sus problemas.
Ahí, bajo la luz de gas, en la calle, entre el frío y la soledad, el peso de aquella historia me alcanzó en todas sus dimensiones y, nervioso, con los miembros vibrantes fui tras los pasos de L...I.

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