©1918, Abraham Merrit |
©2010, Ana Delia Carrillo, por la traducción |
Al norte de nosotros un haz de luz, a medio camino del cenit. Venía de atras de los cinco riscos. El rayo guió nuestra atención a una columna de niebla azul cuyos bordes quedaban marcados tan filosamente como la lluvia que fluye desde la frontera de una nube de truenos. Era como el destello de una luz de búsqueda a través de una niebla azur. Y no producía ninguna sombra.
Conforme golpeaba en su ascenso convocaba los trazos duros y negros y vi que la entera montaña tenía la forma de una mano. Mientras la luz la silueteaba, los gigantescos dedos se extendieron, la mano parecía propulsarse a sí misma hacia adelante. Era exactamente como si se impulsara para repeler algo. El rayo resplandeciente se mantuvo quieto durante un momento; luego rompió en miriadas de pequeñas esferas que nadaron adelante y atrás y descendieron con gentileza. Parecían a la búsqueda.
El bosque se había vuelto muy quieto. Cada ruido de madera contenía su aliento. Sentí a los perros presionando contra mis piernas. Ellos también estaban silenciosos; pero cada músculo en sus cuerpos temblaba, su pelo estaba erizado a lo largo de sus espaldas y sus ojos, fijos en las luces descendentes, estaban cubiertos con una película de visión terrorífica.
Miré a Anderson. Él observaba el Norte donde la luz, otra vez, pulsaba su ascenso.
—No puede ser la aurora boreal —hablé sin mover mis labios. Mi boca estaba seca como si Lao T'zai hubiera vertido su polvo de miedo en mi garganta.
—Si es, nunca vi una como esta —respondió en el mismo tono—. Además, quién ha oído jamás sobre una aurora en esta temporada del año.
Pronunciaba el pensamiento que estaba en mi propia mente.
—Me hace pensar que algo está siendo cazado allá arriba —dijo—, una suerte de cacería blasfema... es bueno que estemos fuera de rango.
—La montaña parece moverse cada vez que el haz de luz llega —dije—. ¿Qué está manteniendo al margen, Starr? Me hace pensar en la mano helada de nubes que Shan Nadour puso frente a las Puertas de los Espectros para mantenerlos en las guaridas que Eblis esculpió para ellos.
Alzó una mano... escuchando.
Desde el Norte y por encima vino el murmullo. No era el moho de la aurora boreal, aquel apresurado, resonante sonido como de los fantasmas del viento corriendo a través de las osamentas de hojas de ancianos árboles que cobijaran a Lilith. Era un suspiro que contenía una demanda en sí mismo. Estaba ansioso. Nos convocaba a ir donde el rayo resplandecía. Crecía. Había en ello una nota de inexorable insistencia. Tocaba mi corazón con un millar de pequeñas yemas dactilares y me llenaba con un anhelo de correr y fundirme con la luz. Debió ser como lo que Ulises sintió cuando estaba atado al mástil y se esforzaba por obedecer el cristalino y dulce canto de las sirenas.
El murmullo creció.
—¿Qué demonios les pasa a esos perros? —chilló Anderson salvajemente-— ¡Míralos!
Los malamutes, lloriqueando, corrian hacia la luz. Los vimos desaparecer entre los árboles. Llegó hasta nosotros un aullido quejumbroso. Después incluso eso murió, dejando nada sino el insistente murmullo sobre nuestras cabezas.
El claro donde habíamos acampado miraba hacia el norte. Habíamos alcanzado, supongo, las trescientas millas sobre el primer gran desvío del Koskokwim hacia el Yukón. Ciertamente estábamos en una inexplorada parte del desolado territorio. Habíamos luchado desde el Dawson, al inicio de la primavera, con una guía ceñida hacia los perdidos cinco riscos entre los cuales, según nos contara el médico brujo de los Athabascanos, el oro fluye como masilla de entre un puño apretado. Ni un solo indio estuvo dispuesto a venir con nosotros. La tierra de la Montaña Mano estaba maldita, decían. Vimos los riscos la noche pasada, sus cumbres desmayadamente sobresalían de entre un pulsante resplandor. Y ahora veíamos la luz que nos había guiado a ellos.
Anderson paralizado. A través de los murmullos rompía un curioso tap-tap y un crujir. Sonaba como si un pequeño oso se moviera hacia nosotros. Tiré una brazada de leña al fuego y, mientras se incendiaba, miré algo a través de los arbustos. Caminaba a cuatro patas, pero no como un oso. A un tiempo me vino a la mente la imagen... era como un bebé gateando escaleras arriba. Las patas delanteras se levantaban en una estrafalaria forma infantil. Era grotesco y también terrible... Se acercó. Alcanzamos nuestras pistolas... y las tiramos. Repentinamente descubrimos que esa cosa gateante ¡era un hombre!
Era un hombre. Aun con sus altas zancadas y su tap-tap, osciló hasta el fuego. Y se detuvo.
—A salvo —susurró el hombre gateante, en una voz que era un eco del murmullo sobre nuestras cabezas—. Lo bastante a salvo aquí. Ellos no pueden salir del azul, ¿saben? No pueden atraparte... a menos que vayas a ellos...
Cayó sobre su costado. Corrimos hacia él. Anderson se hincó.
—¡Por amor de Dios! —dijo—. Frank, ¡mira esto! —señaló hacia las manos. Los puños estaban cubiertos con torcidas tiras de una camisa gruesa. Las manos mismas eran ¡muñones! Los dedos se habían curvado dentro de las palmas y la piel había vestido el hueso. ¡Lucían como los pies de un pequeño elefante negro! Mis ojos recorrieron su cuerpo. Alrededor de su cintura había una pesada banda de metal amarillo. Desde ahí se descolgaba ¡una anilla y una docena de eslabones de una brillante cadena blanca!
—¿Qué es él? ¿De dónde viene? —dijo Anderson— Mira, rápido cayó dormido... y aún en su sueño ¡sus brazos tratan de escalar y sus pies van uno tras otro! Y sus rodillas... ¿Cómo, en nombre de Dios, fue capaz de moverse sobre ellas?
Era tal como lo planteaba. En el sueño profundo que lo habitaba, sus brazos y piernas escaladoras continuaban levantándose en un retador dinamismo de ascenso. Era como si tuvieran vida propia... mantenían su movimiento con independencia al inmóvil cuerpo. Eran gestos de señalización. Si alguna vez te has quedado parado en la parte trasera de un tren y mirado los semáforos levantarse y caer sabrás exactamente lo que quiero decir.
Abruptamente el murmullo cesó. La saeta de luz cayó y no volvió a levantarse. El hombre gateante se tranquilizó. Un gentil resplandor empezó a crecer en torno a nosotros. Era el amanecer y la corta noche de verano de Alaska había terminado. Anderson se talló los ojos y me mostró una cara macillenta.
—¡Hombre! —exclamó—¡Luces como si acabaras de salir de un hechizo de enfermedad!
—No más que tú, Starr —dije— ¿Qué sacas de todo esto?
—Estoy pensando que nuestra única respuesta yace ahí —respondió, señalando a la figura tan inmóvil bajo las sábanas que le arrojáramos—. Lo que sea que fuera, lo que estaba tras él... No era una aurora boreal esa luz, Frank. Fue como la flama de un infierno torcido que el folclore espantoso del predicador nunca nos advirtiera.
—No iremos más lejos este día —dije—, no lo despertaría ni por todo el oro que fluye entre los dedos de los cinco riscos... ni por todos los demonios que quizá estuvieran tras él.
El hombre gateante yacía en un sueño tan profundo como la Estigia. Lavamos y vendamos las patas que habían sido sus manos. Brazos y piernas estaban tan rígidos que pensé eran muletas. No se movió mientras trabajabamos en él. Yacía como cayera, los brazos doblados en ascenso, las rodillas flexionadas.
—¿Por qué gatearía? —susurró Anderson—. ¿Por qué no caminó?
Estaba limando la banda alrededor de su cintura. Era de oro, pero como ningún otro antes jamás moldeado. El oro puro es blando. Éste era suave, pero tenía una inmunda, viscosa vida propia. Atascaba el filo. Al fin lo atravesé, lo curvé fuera del cuerpo y lo arrojé lejos. Era... ¡repugnante!
El día entero durmió. La oscuridad vino y todavía dormía. Esa noche no hubo saetas de luz, ninguna esfera de búsqueda, ningun murmullo. Algún hechizo de horror se levantaba desde la tierra. Era mediodía cuando el hombre gateante despertó. Salté cuando su voz plácida y mareante sonó.
—¿Qué tanto he dormido? —preguntó. Sus ojos azul pálido se volvieron interrogantes cuando lo miré.
—Una noche... y casi dos días —dije.
—¿Hubo alguna luz allá arriba? —negaba inquieto hacia el Norte—. ¿Algún susurro?
—Ninguno —respondí. Echó atrás su cabeza y miró al cielo.
—¿Se han rendido, entonces? —dijo, al fin.
—¿Quienes se rindieron? —preguntó Anderson.
—Pues la gente del pozo —replicó quedamente el hombre gateante. Lo miramos fijamente.
—La gente del pozo —dijo—. Cosas que el Diablo hizo antes del Diluvio y que de algún modo escaparon a la venganza de Dios. Ustedes no estaban en peligro por ellos... a menos que hayan seguido su llamado. No pueden llegar más allá de la niebla azul. Yo era su prisionero —añadió—. ¡Trataban de llamarme de nuevo hacia ellos!
Anderson y yo nos miramos, el mismo pensamiento estaba en nuestras mentes.
—Están equivocados —dijo el hombre gateante—. No estoy loco. Denme algo de beber. Voy a morir pronto, pero quiero que me lleven, tan al Sur como se pueda antes de que muera, y después quiero que construyan una gran pira y me quemen. Quiero quedar de tal forma que ningún hechizo infernal pueda arrastrar mi cuerpo hacia ellos. Ustedes también lo harán, cuando les cuente de ellos —dudó—. ¿Sus cadenas ya no me atan? —preguntó.
—Ya las corté —respondí, brevemente.
—Gracias a Dios por eso, también —susurró el hombre gateante.
Bebió el brandy y agua que le acercamos a los labios.
—Brazos y piernas prácticamente muertas —dijo—. Muertas, tal como yo estaré pronto. Bien, hicieron algo bueno por mí. Ahora les contaré lo que ocurre detrás de esa mano. ¡El infierno!
»Ahora escuchen. Mi nombre es Stanton, Sinclair Stanton. Clase de 1900, Yale. Explorador. Salí de Dawson el año pasado en busca de cinco riscos que se alzan como una mano en territorio embrujado y donde el oro puro corre entre ellos. ¿Ustedes buscaban lo mismo? Justo eso pensé. Ya entrado el pasado otoño mi compañero enfermó. Lo envié de vuelta con algunos indios. Poco a poco mis indios corrieron lejos de mí. Decidí quedarme, construí una cabaña, me hice de provisiones y me dispuse a pasar el invierno. En primavera salí de nuevo. Hace poco menos de dos semanas divisé los cinco riscos. No de este lado... del otro. Denme un poco más de brandy.
»El atajo que utilicé fue muy ancho —siguió—. Me alejé demasiado hacia el norte. Me abrí paso de regreso. De este lado no se ve nada que no sea bosque hacia arriba de la base de la Montaña Mano. De aquel lado—
Se calló por un momento.
—De aquel lado también hay bosque. Pero no llega tan lejos. ¡No! Salí de allí. Frente a mí, a unas millas, había un plano nivelado. Estaba tan gastado y antiguo que se veía como el desierto alrededor de las ruinas de Babilonia. Al final se levantaban los riscos. Entre ellos y yo —a lo lejos— estaba lo que semejaba un dique muy bajo de rocas. ¡Entonces, corrí a través del camino!
—¡El camino! —gritó Anderson, incrédulo.
—El camino —dijo el hombre gateante—. Un camino de roca fina y suave. Corría directo a la montaña. Oh, era un camino, claro que sí, y gastado como si millones y millones de pies hubieran caminado sobre él por miles de años. Había arena a cada lado, y montones de piedras. Después de un rato empecé a notar esas piedras. Estaban cortadas, y la forma de los montones de algún modo me daban la idea de que podrían haber sido casas hace cientos de miles de años. Sentí hombres en ellas y al mismo tiempo olían a antigüedad inmemorial. Bueno...
»Los riscos se fueron acercando. Los montones de ruinas más gruesas. Algo inexpresablemente desolado rondaba sobre ellas; algo salió de ellas que golpeó mi corazón como el tacto de fantasmas tan antiguos que sólo podrían ser los fantasmas de los fantasmas. Seguí.
»Y entonces vi que lo que parecía una hilera de rocas bajas en la base de los riscos era un basural de ruinas. La Montaña Mano estaba mucho más lejos. El camino pasaba entre dos rocas altas que se levantaban como una puerta.
El hombre gateante se detuvo.
—Conformaban una puerta —dijo—. Llegué a ellas. Las atravesé. Y entonces extendí y estreché la tierra en absoluto asombro. Estaba en una ancha plataforma de piedra. ¡Ante mí había... espacio puro! Imaginen el Gran Cañón cinco veces su anchura. Eso es lo que veía. ¡Era como espiar sobre el borde de un precipicio hacia el infinito donde rueda el mundo! En la parte más lejana se alzaban los cinco riscos. Parecían una gigantesca mano de advertencia estirándose hacia el cielo. El borde del abismo se curveaba a cada lado, lejos de mí.
»Podía ver hacia abajo, tal vez mil pies. Entonces una densa niebla azul cerró mis ojos. Era como el azul que ven juntarse al atardecer en las altas colinas. Y el pozo... era sorprendente; sorprendente como el Golfo Maorí de Ranalak, que se hunde entre los vivos y los muertos y que sólo el alma recién liberada tiene la fuerza para saltar, pero nunca fuerza para cruzar de nuevo.
»Me arrastré de la orilla y me levanté, débil. Mi mano descansaba contra uno de los pilares de la puerta. Había grabados sobre él. Mostraba en todavía angulosos bosquejos la heroica figura de un hombre. Su espalda estaba volteada. Sus brazos extendidos. Tenía un extraño tocado puntiagudo. Miré al pilar contrario. Mostraba una figura exactamente igual. Los pilares eran triangulares y los grabados estaban en el lado más lejano del pozo. Las figuras parecían ocultar algo. Miré más detenidamente. Detrás de las manos extendidas me pareció ver otras figuras.
»Las delinée vagamente. De pronto me sentí tremendamente enfermo. Tuve la impresión de enormes postas que se levantaban. Sus cuerpos estaban débilmente cortados, todos excepto las cabezas, que eran esferas bien marcadas. Eran... absolutamente repugnantes. Me volteé de las rejas hacia el vacío. Me estiré hacia la losa y miré sobre el borde.
»Había una escalera hacia el pozo.
—¡Una escalera! —gritamos.
—Una escalera —repitió el hombre gateante tan pacientemente como antes—. Más que esculpida en la roca, parecía construida desde dentro de ella. las losas medían alrededor de seis pies de largo y tres de ancho. Corrían desde la plataforma y se perdían hacia la niebla azul.
—¿Pero quién pudo construir una escalera como esa? —dije—. Una escalera construida desde dentro de la pared de un precipicio y que lleva hacia un pozo sin fondo.
—No sin fondo —dijo el hombre gateante, quedamente—. Había un fondo. Yo lo alcancé.
—¿Lo alcanzaste? —repetimos.
—Sí, por la escalera —respondió el hombre gateante—. Verán, ¡yo bajé por ahí!
»Sí —dijo él—. Bajé las escaleras. Pero no ese día. Levanté mi campamento a espaldas de las rejas. Al amanecer llené mi mochila con comida, mis dos cantimploras con agua de un arroyo que corría por la puerta, caminé entre los monolitos grabados y salté a la orilla del pozo.
»Los escalones corrían junto al lado de la roca en un ángulo de cuarenta grados de inclinación. Los estudié mientras bajaba. Eran de una roca verduzca muy diferente al granito pórfido que formaba la pared del precipicio. Al principio pensé que los constructores habían aprovechado el afloramiento de la capa y de ahí habían grabado su gigantesco vuelo. Pero la regularidad del ángulo que caía me hizo dudar de esta teoría.
»Después de caminar probablemente media milla, tropecé con un rellano. Desde éste las escaleras daban una vuelta en V y corrían hacia abajo, aferrándose al risco en el mismo ángulo que el primer vuelo; era un zig zag, y después de que di tres de estas vueltas supe que los escalones bajaban en una sucesión de dichos ángulos. Ninguna capa podía ser tan regular como esa. No, ¡la escalera estaba construida por manos! ¿Pero de quién? La respuesta está en esas ruinas alrededor del borde, creo... para nunca ser leída.
»Hacia el mediodía había perdido de vista los cinco riscos y el borde del abismo. Sobre mí, bajo de mí, no había nada más que la niebla azul. Junto a mí, también, había esa nada, pues el repecho más lejano de roca había desaparecido desde hacía mucho. No sentía mareos, y el rastro de miedo había sido tragado en una vasta curiosidad. ¿Qué estaba a punto de descubrir? ¿Alguna antigua y maravillosa civilización que había reinado cuando los polos eran jardines tropicales? Nada viviente, estaba seguro... todo era demasiado viejo para tener vida. Aun así, una escalera tan sorprendente debía llevar a algo igual de sorprendente, lo sabía. ¿Qué sería? Seguí.
»A intervalos regulares había pasado las bocas de pequeñas cuevas. Había dos mil escalones y luego una abertura, dos mil escalones más y una abertura... y así, y así. Ya entrada la tarde me detuve ante uno de estos riscos. Calculaba haber andado unas tres millas hacia abajo del pozo, aunque los ángulos eran tales que habría caminado realmente unas diez millas en total. Examiné la entrada. A cada lado estaban grabadas las figuras del gran portal arriba, sólo que ahora estaban mirando al frente, los brazos estirados como si sostuvieran algo atrás de las profundidades exteriores. Sus rostros estaban cubiertos con velos. No había figuras horribles detrás de ellas. Entré. La fisura corría hacia atrás unas veinte yardas como un escondite. Estaba seca y perfectamente iluminada. Afuera podía ver la niebla azul levantándose como una columna, sus orillas claramente marcadas. Tuve una extraordinaria sensación de seguridad, aunque no había estado consciente de miedo alguno. Sentí que las figuras de la entrada eran guardianes... ¿pero de qué?
»La niebla azul se engrosó y se tornó vagamente luminiscente. Imaginé que era el atardecer arriba. Comí y bebí un poco y luego dormí. Cuando me levanté el azul se había iluminado otra vez, y pensé que sería el amanecer arriba. Seguí. Olvidé el abismo bostezante a mi lado. No sentía cansancio, apenas un poco de hambre y sed, aunque había bebido y comido frugalmente. Esa noche la pasé dentro de otra de las cuevas, y al amanecer descendí de nuevo.
»Era tarde ese día cuando avisté la ciudad por primera vez...
Se mantuvo en silencio por un rato.
—La ciudad —dijo al fin— es una ciudad como ustedes las conocen. Pero como ninguna que hayan visto... o ningún hombre que haya vivido para contarlo. El pozo, creo, tiene forma de botella; la abertura ante los cinco riscos es el cuello. Pero qué tan ancho es el fondo, no lo sé... miles de millas, quizás. Había empezado a notar pequeños atisbos de vuelo lejos en el azul. Entonces vi las puntas de... árboles, supongo que serían. Pero no nuestro tipo de árboles... árboles desagradables, sinuosos. Se sostenían sobre delgados troncos y sus picos eran nidos de zarcillos con pequeñas hojas feas como puntas de flechas. Los árboles eran rojos, de un rojo vívido y furioso. Aquí y allá atisbaba manchas de amarillo brillante. Sabía que era agua porque podía ver cosas surcando su superficie... o por lo menos podía ver las salpicaduras y las ondas, pero aquello que les perturbaba nunca lo ví.
»Justo debajo mío estaba la... ciudad. Miré hacia abajo, milla tras milla de cilindros apretadamente empacados. Estaban a los lados en pirámides de tres, de cinco —de docenas—, apilados unos sobre los otros. Es difícil hacerles ver cómo era esa ciudad... miren, imaginen que tienen pipas de agua y encima de ellas ponen dos y sobre esas dos una; o supongan que toman cinco como una base y sobre esta colocan cuatro y luego tres, luego dos y luego uno. ¿Lo ven? Se veían de esa manera. Pero estaban coronados por torres, por minaretes, por bengalas, por abanicos y torcidas monstruosidades. Brillaban como si estuviesen cubiertas de pálidas flamas rosas. Junto a ellas los venenosos árboles rojos se levantaban como las cabezas de hidras cuidando los nidos de gigantescos y enjoyados gusanos durmientes.
»Unos pies, abajo de mí, las escaleras sobresalían hacia un arco titánico, extraterrestre, como el arco que circunda el Infierno y lleva a Asgard. Curveaba hacia afuera y abajo, directo a la punta de la pila más alta de cilindros grabados y luego se perdía hacia dentro de ella. Era sorprendente... demoniaco...
El hombre gateante se detuvo. Sus ojos voltearon, también su cabeza. Tembló y sus brazos y piernas comenzaron su horrible movimiento gateante. De sus labios surgió un suspiro. Era el eco del murmullo agudo que habíamos escuchado la noche que llegó a nosotros. Puse mis manos sobre sus ojos. Se calmó.
—Las cosas malditas —dijo.
—La gente del pozo —suspiré.
—Sí... ¡pero ellos no pueden alcanzarme ahora... no pueden!
Después de un tiempo empezó tan quedamente como antes.
—Crucé el arco. Bajé a través de lo alto de aquel... edificio. Oscuridad azul me cubrió por un momento y sentí los escalones doblar hacia una espiral. Seguí hacía abajo y luego... estaba parado en lo alto de... no puedo decirles de qué, tendré que llamarlo una habitación. No tenemos imágenes de lo que hay en el pozo. Unos cien pies abajo de mí estaba el piso. Las paredes se inclinaban hacia abajo y hacia afuera de donde estaba, en una serie de medialunas que se abrían. El lugar era colosal y estaba lleno de una curiosa y veteada luz roja. Era como la luz dentro de un ópalo de fuego, moteado verde-dorado. Seguí hasta el último escalón. A lo lejos, frente a mí, se levantaba un altar con columnas. Sus pilares estaban grabados en rollos monstruosos, como pulpos con miles de ebrios tentáculos; descansaban en las espaldas de monstruosidades grabadas en piedra carmesí. El frente del altar era un morado arco gigante, cubierto de grabados.
»¡No puedo describir esos grabados! Ningún ser humano podría... el ojo humano no podría asirlos como no puede asir las formas que frecuentan la cuarta dimensión. Sólo una sutil sensación en la parte de atrás del cerebro las percibió vagamente. Eran cosas sin forma que no daban una imagen consciente, sin embargo, quedaban impresas en la mente como pequeños sellos calientes... ideas de odio... de combate entre cosas monstruosas e impensables; victorias en un infierno nebuloso de junglas sudorosas, obscenas aspiraciones e ideales inmensurablemente repugnantes.
»Y mientras estuve ahí cobré conciencia de algo que acechaba detrás del filo del altar, cincuenta pies sobre mí. Sabía que estaba ahí... lo sentí con cada pelo y cada pequeño pedazo de mi piel. Algo infinitamente maligno, infinitamente horrible, infinitamente antiguo. Acechaba, se cernía, amenazaba y... ¡era invisible!
»Detrás de mí había un círculo de luz azul. Corrí hacia ella. Algo me urgió a voltear atrás, a subir las escaleras e irme. Fue imposible. La repulsión de aquella Cosa no vista me persiguió como si una corriente se apoderara de mis pies. Pasé a través del círculo. Estaba afuera, en una calle que se extendía hacia la lejana distancia entre filas de cilindros grabados.
»Aquí y allá se levantaban los árboles rojos. Entre ellos rodaban los escondites de piedra. Y ahora podía absorber la magnífica ornamentación que les arropaba. Eran como los troncos de árboles suavemente desollados que habían caído y luego habían sido vestidos con nocivas, altas orquídeas. Sí, esos cilindros eran como eso, y más. Debían de haber desaparecido con los dinosaurios. Eran... monstruosos. Sorprendían a los ojos como un golpe y pasaban a través de los nervios como un chirrido. Y no había un atisbo de luz o sonido de criatura viviente alguna.
»Había aberturas circulares en los cilindros, como el círculo en el Templo de la Escalera. Pasé a través de uno. Estaba en una habitación blindada, larga y desnuda cuyos lados curvados medio cerraban veinte metros sobre mi cabeza, dejando una rendija ancha que se abría hacia otro aposento blindado, en la parte de arriba. No había absolutamente nada en el cuarto salvo la misma luz moteada, rojiza que había visto en el Templo. Tropecé. Aún no veía nada, pero había algo en el suelo con lo que tropecé. Me agaché... y mi mano tocó algo frío y suave... que se movió bajo ella... me di vuelta y corrí fuera de ese lugar . Estaba lleno de un horror que tenía algo de locura. Corrí y corrí a ciegas... retorciendo mis manos... llorando de terror.
»Cuando volví en mí estaba todavía entre los cilindros de piedra y los árboles rojos. Traté de repasar mis caminares; para encontrar el Templo. Estaba más que asustado. Estaba como golpeado por el pánico de un alma recién liberada, con los primeros terrores del infierno. ¡No podía encontrar el Templo! Entonces la niebla empezó a engrosarse y a brillar; los cilindros brillaban más fuertemente. Sabía que era el anochecer en el mundo arriba y sentí que, con el crepúsculo, mi tiempo de sufrimiento había llegado; que el engrosamiento de la niebla era la señal para el despertar de lo que fuera que vivía en ese pozo.
»Trepé por los lados de uno de los escondites. Me escondí tras una pesadilla de piedras torcidas. Tal vez, pensé, había una oportunidad de mantenerme escondido hasta que el azul se iluminara y el peligro pasara. Alrededor de mí empezó a crecer un murmullo. Estaba en todas partes... y creció y creció hasta convertirse en un gran susurro. Me asomé desde un lado de la piedra hacia la calle. Vi luces pasando y volviendo a pasar. Más y más luces nadaban fuera de los dinteles circulares y alcanzaban la calle. Las más altas medían ocho pies sobre el pavimento; las más bajas tal vez dos. Se apresuraban, deambulaban, se inclinaban, se detenían y murmuraban... y no había nada bajo ellas.
—¡Nada bajo ellas! —suspiró Anderson.
—No —prosiguió— eso era lo terrible, no había nada bajo ellas. Y aun así las luces eran criaturas vivientes. Tenían conciencia, voluntad propia, pensamiento... qué más, no lo sabía. Medía casi dos pies, la más larga. Su centro era un núcleo brillante... rojo, azul, verde. Este núcleo se desdibujaba, gradualmente, hacia un brillo húmedo que no terminaba abruptamente. Esto también parecía desaparecer hacia la nada... pero no una nada que tuviera un algo bajo ella. Me lastimaba los ojos tratando de alcanzar este cuerpo hacia el que las luces se fusionaban y hacia donde uno podía sólo sentir que estaba ahí, pero no lo podía ver.
—De pronto me puse rígido. Algo frío y delgado, como un látigo, había tocado mi rostro. Volteé la cabeza. Muy cerca, detrás, había tres de estas luces. Eran de un azul pálido. Me miraron... si es que pueden imaginar luces que son ojos. Otro látigo sujetó mi hombro. Debajo de la luz más cercana surgió un chillido murmurante. Me estremecí. Abruptamente, el murmullo de la calle cesó. Arrastré mis ojos del globo azul pálido que los sostenían y miré hacia afuera... ¡las luces en las calles se levantaban por miriadas al nivel en el que yo me encontraba! Ahí se detuvieron y me miraron. Se amontonaban y se empujaban como si fueran una multitud de personas curiosas... en Broadway. Sentí un arañazo de pestañas tocándome.
»Cuando volví en mí estaba de nuevo en el gran Lugar de la Escalera, yaciendo al pie del altar. Todo era silencio. No había luces... sólo el brillo rojo moteado. Salté sobre mis pies y corrí hacia los escalones. Algo me detuvo y me hizo caer de bruces. Y entonces vi que alrededor de mi cintura había una anilla de metal amarillo. De ella colgaba una cadena y ésta pasaba sobre el filo de la parte superior de la cornisa. ¡Estaba encadenado al altar!
»Busqué mi navaja en los bolsillos, para cortar a través de la anilla. No estaba allí. Me habían despojado de todo excepto una cantimplora que colgaba alrededor de mi cuello y que supongo Ellos habían pensado era parte de mí. Traté de romper la anilla. Parecía viva. ¡Se retorcía en mis manos y se cerraba alrededor mío! Jalé la cadena. Era inamovible. Y me vino la consciencia de la Cosa no vista arriba del altar. Me retorcí al pie del arco y lloré. Imaginen... solo, en ese lugar de luz extraña con un creciente, antiguo Horror sobre mí... una Cosa monstruosa, una Cosa impensable... una Cosa no vista que derramaba aun más horror.
»Después de un rato me controlé. Entonces vi, junto a uno de los pilares, un tazón amarillo lleno de un líquido blanco y espeso. Lo bebí. No me importaba si me mataba. Pero su sabor era agradable y, mientras bebía, recobré mis fuerzas de un golpe. Claramente no me moriría de inanición. Las luces, lo que fueran, tenían una concepción de las necesidades humanas.
»Y luego el brillo rojizo moteado empezó a ahondar. Afuera surgió el murmullo y a través del circulo que era la entrada irrumpieron las esferas. Se alinearon hasta que llenaron el Templo. Sus murmullos crecieron hasta convertirse en un canto, un cadencioso, murmurante canto que se alzó y cayó, se alzó y cayó, mientras a su ritmo las esferas se levantaban y se hundían, se levantaban y se hundían.
»Toda esa noche las luces fueron y vinieron... y toda esa noche los cantos sonaron mientras se alzaban y caían. Al final me sentí sólo un átomo de consciencia en un mar de murmullos cadenciosos; un átomo que se alzó y cayó con las reverenciantes esferas. ¡Les digo que incluso mi corazón latía al unísono con ellos! El brillo rojo se desvaneció, las luces manaban hacia afuera; los murmullos murieron. Estaba de nuevo solo y supe que una vez más había amanecido en mi propio mundo.
»Dormí. Cuando desperté encontré, junto al pilar, más del líquido blanco. Escudriñé la cadena que me ataba al altar. Empecé a frotar dos de los eslabones. Lo hice durante horas. Cuando el rojo empezó a engrosarse había una estría gastada en los eslabones. La esperanza me llenó de golpe. Había, pues, una oportunidad de escapar.
»Con el engrosamiento, las luces volvieron. Durante toda esa noche los cantos murmurantes sonaron, y las esferas se alzaron y cayeron. El canto me atrapó. Pulsaba dentro de mí hasta que cada nervio y músculo tembló. Mis labios temblaron. Luchaban como un hombre intentando gritar en una pesadilla. Y por fin ellos también murmuraban el canto de la gente del pozo. Mi cuerpo se inclinó al unísono con las luces... era, en movimiento y sonido, uno con las cosas sin nombre mientras mi alma se hundía, enferma de horror e impotencia. Mientras murmuraba... ¡los vi!
—¿Viste las luces? —pregunté, estúpidamente.
—Vi las Cosas bajo las luces —contestó—. Cuerpos caracolescos, transparentes, docenas de tentáculos ondeantes, estirándose, bocas redondas, huecas, bajo las esferas luminosas. ¡Eran como los fantasmas de babosas monstruosas e inconcebibles! Podía ver a través de ellas. Y, mientras veía, aun inclinándome y murmurando, el alba llegó y ellos se lanzaron hacia y a través de la entrada. No gatearon o caminaron... ¡flotaron! Flotaron y, ¡desaparecieron!
»No dormí. Trabajé todo aquel día en mi cadena. Al engrosar el rojo ya había logrado gastar un sexto de ella. ¡Y toda esa noche murmuré y me incliné con la gente del pozo, uniéndome al canto de la Cosa que crecía sobre mí!
»Dos veces el rojo se engrosó y el canto me sujetó. Entonces, en la mañana del quinto día, pude romper los gastados eslabones de la cadena. ¡Era libre! Bebí del tazón de líquido blanco y vacié lo que quedó, en mi cantimplora. Corrí hacia la Escalera. Me apresuré y pasé ese Horror no visto detrás de la cornisa del altar, y me encontré junto al Puente. Corrí a través del rellano y hacia arriba por las Escaleras.
»¿Pueden pensar lo que es subir por la orilla de un mundo-precipicio, con el infierno detrás de ti? El infierno estaba tras de mí y el terror me llevaba. La ciudad se había perdido hacía mucho tiempo en la niebla azul antes de que supiera que no podía subir más. Mi corazón golpeaba en mis oídos como un martillo. Caí frente a una de las pequeñas cuevas, sintiendo que ese era, al fin, un santuario. Trepé con las rocas y esperé a que la niebla se engrosara. Lo hizo, casi al momento. De abajo de mí llegó un amplio y furioso murmullo. En la boca del risco vi una luz pulsar a través del azul; moría y, mientras se desvanecía, vi miriadas de esferas, que son los ojos de la gente del pozo, columpiarse hacia el abismo. Una y otra vez la luz pulsó y las esferas cayeron. Estaban cazándome. El murmullo se hizo más fuerte, más insistente.
»Creció en mí el siniestro deseo de unirme a los murmullos, como lo había hecho en el Templo. Mordí mis labios una y otra vez para acallarlos. Toda esa noche el haz de luz atravesó el abismo, las esferas se columpiaron y los murmullos sonaron... y en ese momento supe el propósito de las cuevas y de las figuras grabadas que todavía tenían poder para protegerlas. ¿Pero qué de la gente que las había grabado? ¿Por qué habían construido su ciudad alrededor del límite y por qué habían hecho la Escalera hacia el pozo? ¿Qué habían sido para esas Cosas que habitaban al fondo y qué uso tenían las Cosas para ellos, que debían de vivir junto al lugar que habitaban? Que había un propósito de algún tipo, no había duda. Ningún trabajo tan prodigioso como la Escalera podría haber sido menospreciada. ¿Pero cuál era el propósito? ¿Y por qué era que los que habían habitado alrededor del abismo habían desaparecido eras atrás, y los habitantes en el abismo aún vivían? No podía encontrar la respuesta... ni siquiera ahora. No tengo ni el atisbo de una teoría.
»El alba llegó mientras me preguntaba, y con ella, el silencio. Bebí lo que quedaba del líquido en mi cantimplora, salí de la cueva y empecé a escalar de nuevo. Esa tarde mis piernas se rindieron. Rompí mi camisa, hice tiras para mis rodillas y cubiertas para mis manos. Gateé hacia arriba. Gateé y gateé. Y de nuevo me guarecí en una de las cuevas, esperando hasta que, de nuevo, el azul se engrosó, el haz de luz se disparó a través de él y los murmullos comenzaron.
»Pero ahora había una nueva nota en los murmullos. Ya no eran amenazadores. Llamaban y engatusaban. Te jalaban.
»Un nuevo terror se apoderó de mí. Me había inundado un poderoso deseo de partir de la cueva y salir a donde las luces se mecían; dejarlas hacer conmigo lo que quisieran, que me llevaran a donde les pareciera. El deseo creció. Ganó un impulso nuevo con cada ascención del haz de luz hasta que, por fin, temblé con el deseo como había temblado ante el canto en el Templo. Mi cuerpo era un péndulo. ¡El haz de luz subía y yo me columpiaba hacia él! Sólo mi alma se mantenía calmada. Me ató rápidamente al suelo de la cueva; y toda esa noche peleó con mi cuerpo contra el hechizo de la gente del pozo.
»Amaneció. De nuevo salí de la cueva y enfrenté a las Escaleras. No podía levantarme. Mis manos estaban hechas jirones, sangrantes; mis rodillas en agonía. Me forcé a subir, paso a paso. Después de un rato las manos se me durmieron, el dolor abandonó mis rodillas. Murieron. Paso a paso mi voluntad llevó mi cuerpo hacia arriba.
»Y luego, una pesadilla de escalar, a gatas, tramos de escalones infinitos, recuerdos de un horror insustancial se escondían dentro de las cuevas con las luces pulsantes y los murmullos que me llamaban y me llamaban; recuerdos de un tiempo cuando me levantaba para encontrar que mi cuerpo obedecía el llamado y me llevaba la mitad del camino, por entre guardianes de los portales, mientras miles de brillantes esferas descansaban en la niebla azul y me observaban.
»¡Atisbos de una pelea amarga contra el sueño y siempre, siempre, una escalada, arriba, arriba a lo largo de distancias infinitas de escalones que me conducían de Abaddon a un Paraíso de cielo azul y un mundo abierto!
»Por fin fui consciente del cielo azul que se cernía sobre mí, el borde del pozo ante mí... tengo recuerdos de pasar entre los grandes portales del pozo y de un firme alejamiento de él... sueños de hombres gigantes con extrañas coronas puntiagudas y rostros velados que me empujaban hacia adelante, hacia adelante y sostenían glóbulos de luz de velas romanas que buscaban llevarme de vuelta a un golfo donde los planetas nadaban entre las ramas de árboles rojos que tenían serpientes como coronas.
»Y entonces un sueño largo, largo... ¿qué tanto?, sólo Dios lo sabe... en un risco de rocas; un despertar para ver lejos hacia el norte el haz de luz todavía levantándose y cayendo, las luces todavía cazando, los murmullos sobre mí, llamándome.
»De nuevo a gatas, con brazos muertos y piernas que se movían... se movían... como la nave del Anciano Marinero... sin voluntad propia, pero que me sacaban de un lugar encantado. Y entonces... la fogata de ustedes... y esto... ¡seguridad!
El hombre gateante nos sonrió por un momento. Y rápidamente la vida se le escurrió del rostro. Dormía.
Esa tarde armamos nuestro campamento y cargando al hombre gateante nos dirigimos de regreso al Sur. Por tres días lo cargamos y él seguía dormido. Y al tercer día, aún durmiendo, murió. Construimos una gran pira de madera y quemamos su cuerpo, como lo había pedido. Esparcimos sus cenizas alrededor del bosque entre las ascuas de los árboles que lo habían consumido. Debiera ser una gran magia, ciertamente, la que pueda desentrañar esas cenizas y llevarlo de nuevo en una nube veloz al pozo que él llamaba Maldito. No creo que incluso la Gente del Pozo tenga ese poder. No.
Pero tampoco regresaremos a los cinco riscos para averiguarlo.
6.3.10
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